Ella vivía en el 5. El en el 23. Se cruzaron torpemente el día que se instalaron en el edificio. Fue un brusco encontronazo frente al portal, pero ella supo que no era casual. Ella estaba segura de que las coincidencias no existían; pronto se lo enseñaría a él.

A pesar de la vecindad, la gente parecía hacer la vida sin reparar en ellos. Desde su ventana, él veía al Gerente hojear el periódico, y ella, más abajo, casi escuchaba los gritos de Marga a Loli sobre las Rebajas de este año.

Se echaban de menos y pasaban los días, con su sol fluorescente y sus ruidos cotidianos; y las noches, silenciosas, con lejanas luces verdes y rojas. También conocieron la niebla, un humo denso y a ráfagas. El sonido de los ascensores, siempre subiendo y bajando, era el reloj que marcaba las horas.

Aquella tarde, dos jefes de equipo conversaban. Y ocurrió el milagro.

La moneda cayó, un retruécano del destino, un cortocircuito de la máquina,una ligera subida de la tensión eléctrica causada por un remoto relámpago… Un momento en el tiempo, sólo se, y la lata de Coca-Cola y el sandwich mixto se deslizaron exactamente a la vez desde sus cajetines, el 5 y el 23, para abrazarse bloqueando el portón de salida. Entre la confusión, oyeron un trueno, el distraído gruñido de uno de los jefes de equipo.

Nunca haba sentido nada parecido. El sandwich se empapaba de la frialdad metálica de la lata y de la perfecta curvatura de sus aristas. Nunca sabrá si fue sueño o realidad pero él diría que fuertes temblores de tierra movieron el edificio.

Ella lo había presentido. Desde aquel fugaz choque, sabía que se complementaban. No lo haba buscado, haba pasado!

Tenían todo el tiempo del mundo… Llegó la noche, la sala de descanso de los empleados del centro comercial quedó vacía, y contemplaron las luces de seguridad. Ella apoyó su anilla en el mullido plástico de su compañero.

Rezaba: no quería separarse de él jamás.

santi g.